ANÁLISIS

Se nos va la inteligencia

Todo tiene un fin, también para Jason Kidd y Grant Hill

Ángel Mustienes |

En pocos días se nos han ido de la pista Grant Hill y Jason Kidd. Es ley de vida. Tanto el uno como el otro andaban ya con los 40 años a cuestas, con el físico derrengado, la cabeza cansada de juego, la familia a la espera desde hace demasiado tiempo. Es lógico. Pero no por ello no nos va a entristecer su esperada marcha. Porque se nos va la inteligencia. La inteligencia con mayúsculas. Musculada por la vida, como se muscula el cuerpo en un gimnasio.

Se nos va la inteligencia. Se nos va la educación. Se nos va la calma. Se nos va el baloncesto jugado desde el conocimiento. Y eso es mucho. Demasiado. Más en tiempos de testosterona mal encauzada, ruda educación exhibida sin pudor y deportividad extrañamente concebida.

Son malos tiempos para la lírica. En realidad, siempre lo fueron. Pero, ahora, en los tiempos en los que todo se divulga con la rapidez de la luz, más. La lírica tiene cada vez menos espacio en la NBA, que no es más que un reflejo de los tiempos. El músculo la está matando (a la lírica). La tontuna mental, también, claro.

En tiempos de chicos que piensan el baloncesto en inglés y dicen pick & roll, roster, coach, center o back door como si hablar en español representara ser menos en la arena de este deporte… en tiempos en los que un jugador es medido en términos de hombría y no de calidad… en tiempos en los que se ve con mejores ojos un uno contra cinco que un cinco contra cinco, una entrada a canasta sin sentido que un movimiento de balón feliz… en tiempos en los que algunos parecen haber nacido con la gorra volcada hacia su espalda de tanto vivir en un Rucker Park permanente rapeando un spanglish cadenero… jugadores como Jason Kidd y Grant Hill cobran especial grandeza.

Se nos va, y lo repito sin remilgos, la inteligencia. Y eso no es que sea mucho, es que es casi todo. Sin inteligencia no se puede llegar demasiado lejos en este deporte. Pocas superestrellas eran idiotas de capirote, aunque algunas hubo. ¡Qué hubiera sido de ellas con sus prodigiosos físicos y un poquito más de materia gris!.

Dos tipos con personalidad

Kidd y Hill, Hill y Kidd. Dos tipos distintos. Sobrios, poco dados a la mediática estupidez, educados, preocupados de su entorno, facilitadores de una relación exitosa en el vestuario, deportivos, reflexivos, cabales, ordenados en la pista para dar orden y respeto al deporte que amaban y aman.

Un gran paralelismo se extiende a las carreras de estos dos grandes jugadores que nos dejan, siendo sus carreras tan distintas.

Ambos tuvieron carreras universitarias exitosas, más Hill, cuyo paso por la NCAA fue sencillamente apoteósico. Ambos fueron elegidos en lo alto del Draft de 1994 (Kidd fue el 2º y Hill el 3º), solo superados por Glenn Robinson. Ambos fueron premiados ex aequo como Novatos del Año en 1995. Y ambos se retiran 19 años después, cumplidos los 40, con una diferencia de apenas unos días.

Entre medias de ese 1994 y este 2013, dos carreras divergentes. Kidd prendido de una regularidad pasmosa facilitada por su buena relación con la salud; Hill yendo de lo máximo a la nada por mor de las lesiones para resucitar como un jugador distinto gracias a su intelecto, su capacidad para reciclarse, para comprender sus limitaciones y convivir con ellas hasta exprimirlas en su propio beneficio.

A Hill le llegaron sus mayores éxitos con 18 y 19 años, cuando siendo novato y jugador de segundo año ganó 2 títulos consecutivos de la NCAA con Duke, equipo con el que agotó los 4 cursos del ciclo colegial. A Kidd, si descontamos sus éxitos con Estados Unidos, el triunfo de club le alcanzó con 38 años, cuando logró el anillo con Dallas, un anillo que nunca ganó Hill. Lo hizo en el estado natal de Hill, en Texas, ese estado en el que nunca jugó como titular Hill, como Kidd jamás jugó como titular en su estado natal, California.

Jason Kidd pudo haber sido mucho colectivamente en la universidad, pero prefirió su hogar californiano, educarse con los suyos, caminar por calles conocidas. Pudo haberse enrolado en Kansas, en Kentucky, en…  se lo rifaban tras su paso por el instituto. Y sin embargo se quedó en Berkeley, junto a su San Francisco natal, en la Universidad de California, aquellos Golden Bears en los que brilló con luz propia y que hace pocos años le retiraron la camiseta.

Podríamos estar horas y horas repasando dos trayectorias prolongadas, pero no es el caso, porque lo que nos ocupa hoy, aquí y ahora, es la inteligencia. Y es que Kidd y Hill supieron vivir el baloncesto dentro y fuera de la pista cerebral y pasionalmente. Supieron leer el juego físico, pero también el mundo anímico del juego. Supieron sentir que el baloncesto era un juego colectivo más allá de sus espléndidas cualidades individuales, que ambos atesoraban a raudales.

Cuando hay vida inteligente al otro lado del balón, el juego cambia. Por lo menos para el que esto escribe. Por eso, frente al matonismo callejero de algunos, el chispazo dialéctico de otros o la presunción de nuevos ricos de muchos, da gusto contemplar la razón del buen baloncesto.

Sirva decir que todavía quedan jugadores como estos dos grandes que se nos han ido estos días. Pero uno tiene la sensación de que van cumpliendo años demasiado rápido.

En breve se nos irán Steve Nash, Derek Fisher, Ray Allen o Tim Duncan (aunque éste parezca en una permanente juventud, como si fuera un personaje de Oscar Wilde). Son jugadores del perfil nombrado. Jugadores de perfil bajo si nos atenemos a su forma de venderse en una pantalla. Jugadores que no suelen dar ningún problema. Jugadores alejados del exabrupto y familiarizados con el sentido de la responsabilidad. Jugadores de una pieza. Caballeros en cierto modo. Esa palabra, caballero, que parece un residuo débil ya no del siglo pasado, sino del XIX. Como si fuera un eco en la niebla de un Londres victoriano. Un eco lejano, cada vez más lejano que resulta cada vez más incomprensible. Al menos en la sociedad que rodea a la NBA actual.