ANÁLISIS

El día en el que Isiah Thomas se elevó a los cielos

O como meter 25 puntos en un cuarto en unas Finales

hispanosnba.com |

El 19 de junio de 1988 una especie de milagro anidó en la pista del Forum de Inglewood. Jugaban Lakers y Pistons el sexto encuentro de las Finales de la NBA. Corría el tercer cuarto. La gesta tuvo nombre y apellido: Isiah Thomas.

Thomas era un jugador con una imagen exterior bien engañosa. Su cara de niño apacible no permitía imaginar el tremendo carácter que se escondía bajo sus serenos rasgos. Ese carácter ganador inagotable, infinito y salvaje, cobró su máxima expresión aquel día en California, muy cerca de la Meca del Cine.

Detroit dominaba la serie por 3-2 ante los Lakers del showtime. Aquel legendario equipo de Magic Johnson, James Worthy, Kareem Abdul Jabbar y Pat Riley. Los Pistons estaban en su primera Final de la NBA. De la mano de Chuck Daly, a cuyas órdenes jugaban Joe Dumars, Bill Laimbeer, Adrian Dantley, Vinnie Johnson y Dennis Rodman, entre otros. Unos Pistons que venían de proclamarse campeones del Este tras ganar a los Celtics.

Estamos en ese sexto partido. Concretamente, en el tercer cuarto. Isiah Thomas es una máquina imparable de hacer baloncesto en esos momentos. Anota, asiste, corre, controla... Su aportación está siendo portentosa. Lleva ya 14 puntos en el cuarto. Pero entonces llega la jugada fatídica, la desgracia que le terminará convirtiendo en leyenda.

Thomas corre el contraataque botando a toda velocidad por el carril central y al penetrar en la zona pasa el balón a Joe Dumars, que corre a su derecha, pero la inercia en la carrera hace que Thomas pise el pie de Michael Cooper. En ese pisotón, el tobillo derecho de la estrella de los Pistons se dobla como si fuera de goma. El esguince es evidente. Termina en el suelo, sobre la línea de fondo, retorciéndose de dolor. La buena estrella de Detroit parece extinguirse.

Resucitado de entre los muertos

Tras estar menos de un minuto sin Thomas en cancha, Daly pide un tiempo muerto. Los Lakers ganan 72-66. La cosa no pinta bien. En la grada, se puede ver el optimismo en el rostro a estrellas del celuloide como Jack Nicholson, Don Johnson o Barbra Streisand. Todos, en el banquillo visitante, miran a Isiah. Éste, con la mirada en el suelo, visualiza su deseo, aleja el dolor y salta a la cancha. Está ante su sueño: ganar su primer anillo. No puede haber medias tintas.

Lo más increíble sucede ahora. Thomas, lejos de achicarse se agiganta. ¡Y de qué modo!. Con un esguince de tobillo, jugando cojo, el base visitante sigue a idéntico nivel que cuando se fue lesionado a la banda. Cojo mete 11 puntos más para anotar 25 en el tercer cuarto. La mejor anotación de un jugador en un cuarto en la historia de las Finales de la NBA. Una gesta doblemente alucinante.

En España, Ramón Trecet narra lo imposible. Los que vimos aquella retransmisión no la podremos olvidar jamás. Isiah Thomas las mete de todos los colores y domina el juego. Sin ir más lejos, le hace una canasta inverosímil al propio Cooper anotando un tiro desequilibrado con el pie izquierdo como único pie de apoyo. El engominado Pat Riley no da crédito a lo que está sucediendo. Daly, de vez en cuando, se interesa por si su estrella no ha traspasado aún el límite y puede seguir jugando. Resulta vital que el base de los Pistons siga en pie. Y a 2 segundos del final del cuarto, Thomas anota un precioso tiro en suspensión desde la esquina para meter su punto 25 y llevar a su equipo a terminar el tercer cuarto ganando 79-81 tras un parcial  de 7-15 desde que Thomas regresara a la pista. Isiah ha anotado 9 de sus 11 tiros de campo en un cuarto de ensueño.

Por desgracia para el 11 de los Pistons, los Lakers terminaron ganando el partido 103-102 y forzaron el séptimo encuentro que les acabó llevando a la gloria del anillo. Thomas se queda así sin su sueño. Un sueño que le hubiera elevado a los altares de haber ganado los Bad Boys ese sexto partido para imponerse 4-2 en la final con 25 puntos del base en el tercer acto, los 12 minutos de juego en los que Isiah Thomas se disfrazo de Dios, ya fuera con dos pies o con uno.